Con la aguda sirena,
el
patio de cemento y tierra se llena de vida,
submundo de risas y juegos.
Más allá del muro de piedra y hierros
oxidados,
resplandece la sangre de una madre
mirando su primogénita.
Rubia pálida de revoltoso cabello y
castañas pupilas.
De lunes a viernes,
no falto nunca a la hora del recreo,
lloviera o no,
siempre en su rincón,
tras el limite fronterizo de su
esporádica separación,
oteaba la madre,
lo que le hacia levantar con alegría
cada mañana del nuevo día.
Un jueves torcido,
en la boca mal gusto, en la carne un
presagio,
mientras volvía a casa por adelantar
algo,
su corazón se ahogaba estrangulado,
sudor frío, pasos acelerados.
Tras la sirena,
a través de los nervios que su vista
cegaban,
no esta ella,
una mano señala,
a su espalda,
desiertas miradas de lastima.
Cogida de hombros,
el pánico se hace dueño,
rompiendo sueños,
y el reflejo sostenido en unos labios
torcidos,
su sangre no corre,
su corazón no late,
la muerte, injusta y prepotente,
hace desvanecer una familia,
ira desconsolada, luce en sus fachadas.
Con la aguda sirena sonando,
se llena de vida un patio de tierra y
cemento,
al otro lado,
una madre sin luz en la mirada,
sigue buscando el suspiro de un pasado,
tiempo rencoroso de caprichos mohosos,
sonido infinito de niños corriendo
caminos,
esos que hoy,
no pintan su luto distinto.
Vaga cuan fantasma,
encogida, vacía,
al otro lado de aquel patio de mil
vidas,
son sus lágrimas agua bendita,
en el consuelo buscado, en la eternidad
del descanso,
prisionero de un cerebro que de imágenes
viste recuerdos.
Al otro lado de tierra y cemento,
de oxidado hierro y fría piedra,
sigue la madre buscando, por si fuera
polvo de pesadilla,
lo que le arranca de su lado,
la vida.