Para mí, son un claro ejemplo de vida. Dudo que alguien no recuerde cuando empezaron a aparecerle. Finos, tímidos y bastante alejados entre sí,
luego ganarían confianza y como la unión hace la fuerza, se vendrían arriba con
tanta potencia que se retorcían sobre sí mismos formando una espesura y grosor
tal, que los transformaría en una especie de mullido vergel. Al brincar los
cuarenta empieza la piel a clarear por aquí y por allá, y los que subsisten,
son bastantes los que empiezan a cambiar
de tonalidad, la mayoría se relajan tanto que aquello que fue un compacto y
fornido rizo, pasa a ser un algo largo, soso y puntiagudo… más del tipo púa de
erizo atropellado seis veces por el mismo camión, que de feliz erizo trotador
de sembrados.
Estoy convencido que los pelos de los genitales son un acertado ejemplo del
desgaste al que la vida nos obliga, sin ir más lejos, con aquello de la
moda íntima. Los elásticos apretujados recogen todo muy bien, demasiado bien diría yo. Y como esos pobres
inocentes presos por la presión son incapaces de aguantar las fuerzas a las que
son sometidos al caminar, correr o brincar ¡CRACS! Anda que no se ven bien las
víctimas con cada cambio de calzoncillo, o en las sabanas si se duerme a pelo
(nunca mejor dicho). Las esponjas duras y ásperas que según se dice ayudan a la
circulación y evitan que esos mismos pelillos se queden bajo la piel, son otra
de las armas que en silencio nos despeluchan con el tiempo.
¿Quién no se ha tragado alguna vez uno de aquellos fornidos? y se ha tirado
días con él enganchado al galillo que ni para afuera ni para adentro. –Nene,
tómate una miguita de pan a ver si…- decía la abuela, pensando la mujer que se
trataba de una espina del lenguado, y ni pan ni na de na. En aquellos entonces
eran vigorosos, enroscados y rebeldes, podían con la miguita de pan y con todo,
tenían personalidad propia. En cambio hoy, les miro y me recuerdan a las cerdas
de un cepillo de dientes desgastado al extremo… ¡qué cosa fea copón! Creo que
si me pongo a ello podría contarlos sin confundirme antes de cansarme de estar
con el cuello para abajo o que
la mujer interviniera. -¿Qué leches haces?- preguntaría con cara de “tío más tonto
coño” al verme sumando todo
aquello.
Supongo que gran parte de la pérdida de ese vello, en el caso del hombre
por lo menos, es también debida a ese bestial padecimiento del hombre tan
incomprendido por el sexo femenino, hablo del fatal y horroroso picor de
huevos. Sí, estoy seguro que mis uñas han arrancado de raíz a más de ellos, de
los que la edad por si sola ha logrado dejar atrás. Recuerdo un día, estaba en
el cine con la mujer cuando escuche como si arañaran cuero seco, y grite –te
estás quedando a gusto eh- por detrás de mí, a varias filas calcule, alguien me
respondió –oh oh ohhh ya te digoooo tío, ya te digo-
A las mujeres siempre les ha parecido una ordinariez, a unas buenas, un
poco agraciado acto reflejo. Pero nada más lejos de la realidad, los hombres lo
vemos como una obligada necesidad ya que cuando pican ufff, pican de cojones, y
de ahí la terminología.
La mitad de veces que un hombre, estando en buena compañía ha dicho algo
así como que se caga y ha salió por patas. ¡Mentira! esa es la excusa perfecta para
perderse y rascarse todo aquello sin miradas de desaprobación.
Recuero… ahora mismito me ha venido a la mente, tendría yo catorce años o
así, en uno de aquellos veranos de convivencia
en la sierra de Cazorla, conocí a una holandesita de mi misma edad, su nombre
era impronunciable, pero ella era un bomboncito de piel blanca con infinidad de
pecas, ojos claros y pelirroja como el cobre a cuerpo entero.
La pelambrera de su coño crujía al tocarla como esos estropajos de metal
que sirven para frotar la grasa más rebelde de las cacerolas, hasta llegue a
cortarme con uno de ellos cuando a toda velocidad saque mi mano de debajo de su
falda al acercarse un monitor por la espada. Aquel afilado alambre en forma de pelo se
me había enredado en un dedo y del tirón me lo lleve puesto, ella tan
solo, abrió bastante más de lo normal sus ojos y dijo algo así como un -¡Ups!-
pero el que sangro, poco, pero sangro, fui yo. Por suerte el monitor no se dio,
o no quiso, cuenta y, pasó de largo, rápidamente me chuperretee
la sangre de aquel pequeño corte y seguía disfrutando de su estropajo,
¡bueno! de su prieto, mullido, y peligroso coñito.
¡Madre mía!, ahora pensando… si el pelo que lleve varios días en el
galillo, ya saben, el de -toma una miga de pan a ver si- llega a ser de mí
holandesita, no tengo tan claro que mi vida fuera hoy la misma, pues
posiblemente hubieran tenido que practicar una traqueotomía, y en aquellos días
y a mitad de monte…no sé yo eh, no sé, no sé.
Pues eso, que los pelos íntimos, como el cambio de marchas y el volante de
nuestro coche, son el más fiel reflejo de los años que tenemos.