Cerrando los ojos, hoy, aún logro recordar con tal claridad que me obligó por igual
y casi sin querer, a vivir y a soñar con aquellos días que hacen de mí la
persona que creo soy.
En casa, podríamos definirnos como afortunados, padre trabajaba como
secretario en el Ministerio de Agricultura y Pesca, lo que le hacía viajar muy
a menudo por los más pintorescos pueblos de España. Un año, poco antes de las
vacaciones de navidad, llego a casa tras uno de
aquellos eternos y polvorientos viajes y, como siempre, sentados a la mesa
delante de un plato, nos contaba historias de aquellos pueblos, de sus gentes
y costumbres. Mi padre, pese su cargo de responsabilidad en un gobierno a
finales de la dictadura, pero aún en ella, era, o así lo recordaré siempre, una
persona muy llana, a todo el mundo trataba de tú a tú y valoraba muchísimo
de la gente la sinceridad de su sonrisa y palabra.
En aquella ocasión la boca se le llenó hablando de un pequeño pueblo
pescador, Santa Pola -no he comido mejor caldero, ni pescadito, que el de
su bahía- repetía constantemente -muy cerca de allí hay una isla, para los de
Santa Pola “la illa”, los de fuera la llaman Tabarca- continuó hablando, ahora
con la voz baja y arrastrando las palabras mientras abría mucho los ojos y
gesticulaba con brazos y hombros -donde seguro, muchos fueron los piratas que
allí escondieron sus tesoros- a mi hermano, dos años mayor que yo, y a mí, se
nos encendieron los ojos al escuchar lo de los piratas y los tesoros.
Aquel venidero verano mi padre alquiló en Santa Pola una
vieja casita no lejos del puerto, en aquellos entonces yo contaba siete u
ocho años, hoy me rozan los ochenta y nueve. Así pues, ni aquel pueblo era lo
que es ahora, ni aquella illa, Tabarca, tenía el trasiego de gentes que tiene hoy.
En aquella casa alquilada se podía oler el frescor del pescado cuando los
barcos entraban a puerto. Siempre disfruté de aquel momento,
más incluso, que jugando en la playa con mi hermano y los dos o tres
amigos que hicimos. Muchos de los peces, aún vivos, se retorcían por el hielo
llamando la atención de aquel lejano y curioso niño. Siempre recordaré el brillo de sus
escamas, como el de aquellas tardes cuando el sol moría lento por el oeste.
Otro de mis palpables recuerdos, es la velocidad de esos cangrejos rojos, que
si se descuidaban los pescadores, se les iban corriendo en todas direcciones.
Los pulpos, tanto los frescos como esos otros que colgados en unas cañas se
dejaban secar al sol y al viento, y que más tarde, con una gota de aceite y
algo de lumbre, pasaría a ser uno de los manjares más ricos a los que mi
paladar a sucumbido.
Aquel año mi hermano y yo nos limitamos a ver la illa desde las playas de
Santa Pola, allí, sentados en sus arenas claras mientras un desfile de barcos a
modo de cofradía en semana santa salía a faenar, nos imaginábamos historias de
piratas, tesoros, de luchas con arcabuces, cañones y espadas.
Regresamos el verano siguiente, y al otro, y con cada verano encontrábamos
una Santa Pola distinta, crecida un poco aquí y otro poco allá, pero la illa seguía lejana pese su
cercanía.
En unas vacaciones por semana santa, padre y madre nos dieron la mayor de
las sorpresas, habían comprado una casita en Santa Pola no lejos de su
fortaleza, a mitad de camino entre esta y el puerto donde tantos buenos
momentos pasamos corriendo, brincando, chapoteando, pescando y, cómo no,
molestando a esos viejos que caña en mano, solo pretendían pasar el rato.
Era una planta baja sin edificación arriba, hacia esquina, no se escuchaba
el mar, pero si se respiraba y se podía ver el puerto con sus barcos. La casa
disponía de cocina, tres
habitaciones, un aseo, un buen salón comedor, un patio enorme e interior y una
especie de pequeño porche en la puerta principal. Había pertenecido a la
familia de un pescador que había hecho amistad con mi padre tiempo atrás,
estaba para reformar, pero se podía vivir.
Por aquellos días jugar al balón o a la trompa a mitad de calle no
acarreaba demasiado peligro. A la fresca de la noche, la gente salía con sus
sillas a la acera, unos a cenar, otros después de hacerlo. Las noches parecían
no terminar nunca, excepto para aquellos pescadores que con el horario cambiado
siempre parecían estar al pie de su duro trabajo. Gentes afables, muchos en
lengua valenciana a los que jamás faltó un saludo y la sonrisa.
Esa semana santa conocí otra Santa Pola distinta a la del verano, pero no
menos encantadora. Lo mejor quedaba por llegar, fue a los dos días de estar
allí cuando a las siete y pico de la mañana padre nos despertó -Bueno ¿queréis
conocer la illa, si o no?- creo que note faltarme la respiración, de un brinco… no creo
haberme vestido tan rápido en mi vida, me presente a la puerta de casa. Pese mi
endiablada rapidez mi hermano, vestido y bien peinado, parecía estar allí
plantado y esperando desde hacía semanas.
En una pequeña barca, junto mi padre y nosotros dos, el dueño de la
embarcación y dos ingleses con unas enormes gafas de sol, otras de buceo con tubo, aletas,
toallas, un capazo con lo que parecía pitanza, y una cámara de fotos
modernísima.
El recorrido es corto y como tal se me hizo, yo y mi hermano íbamos todo el
rato mirando por la borda tratando de ver esos delfines que siempre se dice
acompañan a las embarcaciones, no hubo suerte. Los ingleses no dejaban de
hacerse fotos pese los saltos de la embarcación, seguro que la mayoría salieron
tan movidas que hubieron de tirarlas. El peor parado fue padre, blanco como las
sabanas que lavaba madre, no bajo de aquella barcaza hasta una media hora
después de llegar a Tabarca. Y allí estábamos sus vástagos, deseando pisar esa
tierra de malvados piratas, pero cualquier le decía nada a padre, máxime, con
aquella cara.
-Tese tranquilo, que yo prisa
ni una, cuando se encuentre el cuerpo ya bajan ustedes- dijo el barquero antes
de abandonarnos allí y coger camino al pueblo.
Recompuesto, o como diría el barquero, con el cuerpo de padre ya en su
sitio, bajamos de la pequeña embarcación y cogimos camino al pueblo. Su pequeña
muralla fue el primer síntoma que despertó nuestra ya de por sí repleta imaginación.
-mira tete, mira, los muros donde la gente se protegía de los piratas-, -Si,
si, y seguro que desde arriba, los buenos les disparaban- comentábamos
emocionados el uno al otro.
No recuerdo la cara de mi padre en ese momento, pero hoy, ahora, poniéndome
en su sitio, estoy convencido que disfruto de lo lindo viendo y escuchando a
sus hijos.
Paseamos por el pueblo, la verdad, es que poco era lo que había que ver,
pero lo bueno no era lo que se veía, sino lo que en aquellas cabezas uno y otro
añadía. Dimos una vuelta por el faro y las playas, no repare en contar con
cuánta gente pudimos encontramos, pero no creo que me hubiera cansado contando.
En una de las playas tres pescadores bajaban de una barca a remos unas cajas
con pescado y, creo recordar, que con calamares también. Padre estuvo un buen
rato hablando con ellos mientras nosotros indagamos roca arriba y roca
abajo, no creo que dejáramos hueco de Tabarca por escudriñar más allá de
los que por su peligrosidad padre nos prohibió acercar.
De regreso en casa, hasta nos aturullábamos al tratar de contar a madre
todo lo que habíamos visto. En cada agujero, las pruebas de un tesoro
desenterrado o la entrada a alguna cueva secreta. En la derruida muralla, los
golpes de las bolas de cañón lanzadas desde los barcos piratas y corsarios,
casi seguro, que del gran enemigo berberisco. Le describimos al detalle la casa
del Sr. Gobernador, su pequeño puerto, las playas y la
fauna, su preciosa fauna. En la misma playa, buceando, se podían ver varios
tipos de peces a los que parecía se les podía tocar estirando la mano. -¡Ah! y
padre se ha mareando- dije al recordar ese detalle. Madre miro a padre, y este,
entornando los ojos y con una sonrisa que le iba de oreja a oreja, negó
ligeramente con la cabeza.
-¡Vaya que no! blanco, blanco blanco estaba madre- insistí al ver el gesto
de padre, no entendí muy bien el porqué, pero las carcajadas de mis
progenitores se escucharon desde la calle.
Al día siguiente, otra vez sin madre por su miedo al balanceo de los
barcos, salimos en el barquito con aquel señor amigo de padre, pero esta vez la illa, pese quedarnos a tiro de
piedra, no llegamos a pisarla. La idea de padre, aventura para todos la verdad
sea dicha, era pescar y chapotear en mar abierto. Sentir esa sensación de
libertad a la par de respeto nos hace a los humanos muy pequeños, pero es algo
que recomiendo tanto o más, que mirar el cielo escuchando como el movimiento de
la mar golpea bajo tus piernas y te sube y te baja a su capricho.
Teníamos casa y amigos con barca, seguro que la illa no volvería a resistirnos tanto en
una próxima visita, pero eso son cosas que se dicen y se dejan, y dejan…
hasta que cuando te das cuenta, es tarde hasta para soñar con ellas.
La primavera de 1981 asoló nuestra familia, mi único hermano, Alfonso,
falleció en un accidente de automóvil, tenía una prometedora carrera con una de
las mejores notas en medicina de todo Madrid, Alfonso era el orgullo de todos. De
padre, de madre, y pese quedar como un punto y aparte, de mi. Jamás ¡nunca! he
sido capaz de reconocer su pérdida, en ocasiones, en
muchas ocasiones, aún me parece escucharle reír.
Las desgracias nunca andan lejos la una dela otra, y ese mismo año a padre
le diagnosticaron una enfermedad que poco a poco acabó con él sin que
tampoco se tratara de defender. -Si tiene casa en la playa, márchese a
vivir allí, su cuerpo se lo agradecerá- le recomendaba el doctor, pero la pena
por la muerte de mi hermano alejaba a padre de todo cuanto bien le pudiera
hacer, y así, se dejo morir, o por lo menos esa es la impresión que tengo yo.
El verano siguiente no, al otro, con los cuerpos algo más fuertes, madre y
yo fuimos a Santa Pola, el trayecto en aquel superpoblado autocar se nos hizo
eterno, yo ya tenía carné de coche, pero el de padre hubo que
venderlo hacía varios meses. Las calles de Santa Pola bullían de gente que
parecía andar perdida, caminando de un lado a otro como buscando un algo que
nunca encontraban. Madres y padres con sus niños y cargados hasta el colodrillo
de colchonetas, toallas, salvavidas, manguitos, neveras y sombrilla, los había
que evitar en cada esquina, la necesidad de aprovechar el tiempo se podía ver
en sus caras.
Ninguno comento nada, pero la pena se nos aferró a las entrañas al
abrir la puerta y encontrar el vacío polvoriento y oscuro de aquella
casa. Madre estuvo a punto de venderla en varias ocasiones, hubo muchas
ofertas, alguna más que insistente y con dinero fresco encima de la mesa, pero
siempre, en el último momento, algo la retenía y se echaba atrás.
Hace mucho que madre también me falta, pero si supiera que desde algún
lugar puede verme. -Gracias, muchas gracias madre- gracias por no vender esa
casa donde sí, son muchos los recuerdos y enorme la pena, pero se impregnó de tantas
risas, besos, abrazos y caricias, que es más lo bueno que lo malo que en
ella nos brinda la vida. Gracias, porque gracias a no venderla mis hijos han
tenido la posibilidad de vivir, en tiempo distinto, los mismo o parecido a lo
que nosotros vivimos.
Por eso hoy, cerrando los ojos les cuento mi historia. No trato de ser un
viejo pesado y reiterativo, mi historia es una más de tantas con las que a
diario se pueden cruzar por la escalera, en el supermercado o a la entrada de
un cine, con la salvedad, si me permiten la diferencia, que en mi mente, aquí,
tras de estos viejos y cerrados ojos. Un gran barco de madera con un mástil
central que parece rozar el cielo y doce velas desplegadas, rodea la illa de Tabarca, arriba, en
lo más alto, ondea una bandera negra con la calavera más blanca y fea que
imaginar se pueda. Bajo, un piso más allá de la cubierta, veintidós pequeñas
puertas ahora abiertas, dejan ver las bocas de sus amenazantes cañones. Humean
y ensordecen para poco después herir mi isla con sus pesadas bolas de metal.
En la illa se hace el caos ante la furia que despliegan los piratas, pero la illa es de los que son, y con
su sangre y con su honor, plantan los isleños cara al enemigo invasor. En
cubierta, con una gran barba pelirroja, ojea como anda la lucha el famoso
pirata. Parece que la isla se rinde y desde el barco cesan los cañonazos, se
echa el ancla y se recogen las velas.
Por la zona de la playa dos botes tirados por remos, barbarroja y casi
veinte de sus piratas pretender varar en la illa, a mitad de camino andan
cuando dos cañones, como aparecidos de la nada, hunden uno bote y hacen
retroceder al segundo. Barbarroja se salvó nadando del bote hundido al otro,
ocho de sus piratas no pueden decir lo mismo, y la illa, pese su contado valor
humano vuelve a vencer al famoso pirata otomano. Se recoge al ancla, se
despliegan de nuevo las velas, y en la tranquilidad de aquellas aguas el barco
se aleja escuchando maldecir al pirata en el interior e sus bodegas.
Esta es la historia que junto ese hermano que tanto añoro, cada día
imaginábamos sentados en la playa de levante mientras perdíamos de vista
nuestra isla entre un barco y otro de aquellos pescadores que en fila, salían
de puerto a buscarse la vida.
Tabarca, la illa que muy bien podía haber salido en alguna de las películas del gran
Berlanga, es como el veneno que hiere la sangre robando su recuerdo. Una vez la
he pisado y millones soñado, ¡y ya ven! hoy, no siendo más que un pobre
anciano, aquí me tienen, con los ojos cerrados y de ella alimentado.