Soy el
animal con garras de planta y ojos de papel
que
sentado frente al mar, se deja mecer y se permite robar,
por
aquella brisa a salitre y sus tristes olas sin mal,
ese alma
escondida que se lleva porque algo hay que llevar,
durante
todo aquel camino llamado vida
que
nunca se hace suficiente y siempre nos asustara,
en los
días donde el silencio nace penumbra y las noches son un apagado pesar.
En mis
ojos, el reflejo que fuera de un niño,
la alegría
de sencillez, que sin recipiente al vacío ni cadenas con candado
supo
navegar, sobre aquellas olas saladas
donde el
recuerdo perdura y los momentos no amargan.
En una
de tantas orillas, en su arena clara de millones de partículas,
mis pies
descalzos caminan y se relajan
como
nunca supo hacerlo la cabeza, ni supieron hacerlo las lágrimas,
que de
una en una y sin permiso se dejan caer a los abismos,
donde se
evaporan y a su silencio mienten,
sin
saber por donde y cuando, ni el porqué de un sólo todo.
Creo que
me llamaron cien veces antes de partir,
pero
ensimismado con lo que pudo ser y mi escasez de soñar,
no
escuche sus lamentos, ni sus risas, ni su tiempo.
Creo que
fueron cien veces, cien que no hice nada,
con esa
mirada que hoy me falta perdida en el horizonte,
tan
lejos, tan, tan lejos, que aquel niño vio poco y sintió menos.
En mis
manos y en mis uñas soldada esta la rabia, la pena y el amor,
de
quienes me quisieron sin pedir y me quisieron sin rencor,
desde el
alba, y hasta la mansa muerte del sol.
Se me
llena la boca, el pecho y no sé, si la esperanza también,
cuando
logró llorar por todos ellos sentado en esa orilla que no grita,
ni
miente, ni cuenta ni les cuenta.
Hoy, soy
un animal tan viejo como vulgar,
que se
busca y no se encuentra, perdido en aquel lejano niño
que
sentado frente su mar, siguió soñando con ser más eterno que real,
mientras
otros le llamaban antes de marchar, sin que aquel niño,
ciego de
momentos, lograra despertar.