Recostada en su lado de cama,
como tantas veces ya hiciera,
esperaba a la muerte mi yaya
aquella otra mañana.
En sus labios había paz y en sus
ojos,
ganas de descansar,
cuando al entrar en su cuarto
con el vasito de leche en mano,
me miró sin ver en mí un extraño.
Parecía resplandecer en aquella,
su última mañana,
en la que el sol no llegó a nacer
y los recuerdos, con todo su
ayer,
pidieron volver a ser y sentirse
mujer.
Recostada en su lado de cama,
como tantas veces hiciera la
yaya,
rió sola y a carcajadas.
No tenía miedo, y si, mucha gana,
de terminar con todo aquella pobre anciana.
Llegarían más tarde las carreras,
los lamentos y la pena,
pero yo la sigo viendo
con aquel brillo y aquel buen
reflejo,
con que sus ojos me miraron
antes de sonreírme lento.
Se tomó la leche y dos galletas,
no quiso la yaya marcharse
con el estomago vacío y la
lastima
clavada en su carita de bellas
y sabias arrugas.
Recostada estaba y recostada
quedó,
entre las pocas y limpias sabanas
que la hija siempre le brindó,
porque madre solo hay una
y es así, hasta que se la lleva el
Señor.
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