Como el
niño que crece sin verse
o la
imbecilidad que sólo a otros duele,
aquel
anciano olivo en sus entrañas grita
y en
ellas, llora y se retuerce,
lleno
por la oscuridad y la pesadumbre
que de
sol a sol y de noche en noche,
padecen
quienes quererle dicen,
y en
aquellos, sus campos secos,
dejaron
sudor y lamento.
Ajados
sus cuerpos, caminan los jornaleros
no
lejos del dedo y ojo que pagan su sustento,
y
aquellas sobras, que cuan remolinos de joven viento,
resguardan
sus espaldas y resguardan el talento.
Heredero
llaman, a ese que pese lo temprano de su edad,
es más
cabrón que cabrito. Un lechuguino engreído
que
grita porque se siente rico,
y ríe
con prepotencia y ríe con desprecio,
porque
se lo permitió quien tuvo idéntico conocimiento.
Infatigables
por la necesidad
corren
de olivo en olivo, los huesos
de aquellos
jornaleros con su anciana humildad.
Haciendo
el caso justo al tontico
que sin
sudar, alzan la voz tratando de aparentar
eso que
pocas veces se suele lograr.
Mas no
hay hombre que la mejor ropa convierta en capitán,
sin
saber qué vale la palabra, el hambre, la sangre o la verdad.
Extenuados
por el calor, los gritos y aquel fuerte ritmo.
Paran, sacan
su almuerzo y la bota con el tinto,
y comienzan
las bromas y comienzan las risas.
Mientras
el señorito se queda a dos velas con la avaricia
y rabia
en las venas, y la mala baba por montera.
A la
espera, vuelvan todos y cada uno de aquellos a su tarea,
para
poder seguir ordenando con su voz y su dedo,
y así,
creerse por encima y creerse algo.
Aquellas historias que suenan y saben a viejo,
regresan a la carne con tanto o más desprecio que lo hicieran cuando los
tiempos eran otros bastante más complejos. Y regresan, porque el hombre vuelve
a callar por esa tonta comodidad que nos lleva a mal entender el respeto y la
libertad.
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