domingo, 18 de noviembre de 2018

El señoritingo.




Como el niño que crece sin verse
o la imbecilidad que sólo a otros duele,
aquel anciano olivo en sus entrañas grita
y en ellas, llora y se retuerce,
lleno por la oscuridad y la pesadumbre
que de sol a sol y de noche en noche,
padecen quienes quererle dicen,
y en aquellos, sus campos secos,
dejaron sudor y lamento.

Ajados sus cuerpos, caminan los jornaleros
no lejos del dedo y ojo que pagan su sustento,
y aquellas sobras, que cuan remolinos de joven viento,
resguardan sus espaldas y resguardan el talento.

Heredero llaman, a ese que pese lo temprano de su edad,
es más cabrón que cabrito. Un lechuguino engreído
que grita porque se siente rico,
y ríe con prepotencia y ríe con desprecio,
porque se lo permitió quien tuvo idéntico conocimiento.

Infatigables por la necesidad
corren de olivo en olivo, los huesos
de aquellos jornaleros con su anciana humildad.
Haciendo el caso justo al tontico
que sin sudar, alzan la voz tratando de aparentar
eso que pocas veces se suele lograr.
Mas no hay hombre que la mejor ropa convierta en capitán,
sin saber qué vale la palabra, el hambre, la sangre o la verdad.

Extenuados por el calor, los gritos y aquel fuerte ritmo.
Paran, sacan su almuerzo y la bota con el tinto,
y comienzan las bromas y comienzan las risas.
Mientras el señorito se queda a dos velas con la avaricia
y rabia en las venas, y la mala baba por montera.
A la espera, vuelvan todos y cada uno de aquellos a su tarea,
para poder seguir ordenando con su voz y su dedo,
y así, creerse por encima y creerse algo.



Aquellas historias que suenan y saben a viejo, regresan a la carne con tanto o más desprecio que lo hicieran cuando los tiempos eran otros bastante más complejos. Y regresan, porque el hombre vuelve a callar por esa tonta comodidad que nos lleva a mal entender el respeto y la libertad.

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