...Eran en verdad horribles, en lugar de apetecer chuparlos
invitaban a ser fumigados. Los pechos no estaban mal, pero sus pezones,
idénticos a esas gordas garrapatas que colgaban en ojos y orejas (cuando aún
había) a los perros vagabundos, me daban un asco tremendo y, aquella todo era
que me los metiera en la boca y se los mordiera.
Siempre me ha costado decir no a las mujeres, por eso en mi
niñez era el que siempre hacía los recados a mamá. El caso es que haciendo de
tripas corazón se los mordí no sin cierto asquito sea todo dicho, y contra más los
mordía, aquella loca más me insistía, creo que si llego a masticarlos con las
muelas se me hubiera corrido sin tener que metérsela.
Peor que mejor logre sin ninguna gana echarle un polvo que no
creo convenciera a ninguno, a mi por lo menos no lo hizo. La vi cerrar los ojos,
me di unos minutos por si acaso, y salí de allí por patas y sin ducharme con la
sana intención de no regresar jamás.
Camino a casa no podía quitarme de la cabeza la imagen
y sabor de aquellos feos pezones –no vuelvo a tener una cita a ciegas ni de
coña- me habré repetido unas cien veces entre su casa y mi ducha...
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