martes, 15 de enero de 2019

El niño que no pudo despertar.







Soy el animal con garras de planta y ojos de papel
que sentado frente al mar, se deja mecer y se permite robar,
por aquella brisa a salitre y sus tristes olas sin mal,
ese alma escondida que se lleva porque algo hay que llevar,
durante todo aquel camino llamado vida
que nunca se hace suficiente y siempre nos asustara,
en los días donde el silencio nace penumbra y las noches son un apagado pesar.

En mis ojos, el reflejo que fuera de un niño,
la alegría de sencillez, que sin recipiente al vacío ni cadenas con candado
supo navegar, sobre aquellas olas saladas
donde el recuerdo perdura y los momentos no amargan.

En una de tantas orillas, en su arena clara de millones de partículas,
mis pies descalzos caminan y se relajan
como nunca supo hacerlo la cabeza, ni supieron hacerlo las lágrimas,
que de una en una y sin permiso se dejan caer a los abismos,
donde se evaporan y a su silencio mienten,
sin saber por donde y cuando, ni el porqué de un sólo todo.

Creo que me llamaron cien veces antes de partir,
pero ensimismado con lo que pudo ser y mi escasez de soñar,
no escuche sus lamentos, ni sus risas, ni su tiempo.
Creo que fueron cien veces, cien que no hice nada,
con esa mirada que hoy me falta perdida en el horizonte,
tan lejos, tan, tan lejos, que aquel niño vio poco y sintió menos.

En mis manos y en mis uñas soldada esta la rabia, la pena y el amor,
de quienes me quisieron sin pedir y me quisieron sin rencor,
desde el alba, y hasta la mansa muerte del sol.
Se me llena la boca, el pecho y no sé, si la esperanza también,
cuando logró llorar por todos ellos sentado en esa orilla que no grita,
ni miente, ni cuenta ni les cuenta.

Hoy, soy un animal tan viejo como vulgar,
que se busca y no se encuentra, perdido en aquel lejano niño
que sentado frente su mar, siguió soñando con ser más eterno que real,
mientras otros le llamaban antes de marchar, sin que aquel niño,
ciego de momentos, lograra despertar.







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