domingo, 21 de octubre de 2018

Así, era mi yayo.






Mi abuelo,
porque solo tuve uno.
Era un hombre pequeño,
sus manos de tierra
eran ásperas y seguro,
que sabían a barro.

A veces creo,
al cerrar los ojos para
recordarlo,
que nació con boina
y con gallado,
anciano y callado,
menos a la hora de cagarse
en Dios y uno por uno,
en todos los santos.

Bajo la sombra
de una gran morera,
mi yayo me contaba historias,
también leyendas y algo,
no mucho,
de una guerra sin buenos
y sí, mucho malo.

Mi abuelo no lloraba,
era de hierro,
o puede,
que de piedra.

Así era aquel hombre pequeño,
aquel señor de campo,
que aprendió a vivir
porque imito al diablo.

Hasta el hierro
y la piedra se erosionan,
… el yayo murió una noche negra,
una más, de todas aquellas.

Y la sombra de la morera
que pese a la pena seguía allí,
jamás volvió a ser la misma.
Aquel, era así como otro sentir,
no me acostumbré y sencillamente,
dejé de ir.



A Pedro Buitrago, mi abuelo.


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