lunes, 20 de noviembre de 2017

Esa, no fue mi guerra.




      

     El teniente de ingenieros Mackenzie estaba a no más de quince o veinte metros de mí  cuando un proyectil le entró por un lado de la cabeza y le salió por el cuello, cayó al suelo como una piedra. Aún corríamos en busca de resguardo cuando pude verle convulsionando boca abajo sobre aquella helada y hostil tierra. Las posiciones alemanas, mucho más elevadas que las nuestras, y aquellos campos llenos de minas, nos hacían el blanco perfecto. Se solicitó fuego de artillería, nadie vio al francotirador, pero estaba y seguía entre aquellas rocas altas.

Un cuarto de hora más tarde, con la montaña supuestamente barrida por las bombas aliadas, volvimos a buscar minas con el fin de abrir un camino a las tropas. Finalmente, poco antes de que cayera la noche y tras dos nuevos bombardeos intensivos sobre territorio enemigo, despejamos una senda que se marco en blanco para que fuera cruzada por los algunos soldados de manera segura, poco a poco se iría limpiando de minas más terreno para el paso de los carros.

El comandante Low, uno de los pocos y valiosos oficiales que nos quedaban vivos, cogió una veintena de hombres, cargados hasta arriba con los botes neumáticos y con él a la cabeza, se dispusieron a cruzar el campo de minas. La intención era llegar hasta el río y pese su crecida por el deshielo, cruzarlo y afianzar la posición al otro lado. Pero, pese a la luna llena la senda marcada de antemano no era tan visible en la oscuridad y el comandante, que se salió de la línea, piso una mina. Su pierna derecha quedó tan destrozada que hubo de amputarla mucho más arriba de lo que venía siendo lo habitual con aquellos artefactos creados precisamente para mal herir y no matar, ya que los muertos no retrasan tanto la marcha como los heridos.

Tras la explosión, seis bengalas verdes iluminaron el cielo y tras ellas fuego de ametralladoras y morteros. Cuatro hombres con su comandante arrastras lograron regresar sobre sus pasos, otros cinco lograron llegar al río, el resto perecieron en mitad de aquel terreno plagado de minas. La artillería amiga volvió a barrer aquellas infernales montañas y poco después se volvió hacer el silencio, ese, que en ocasiones daba más miedo que el infernal ruido de las explosiones.

A la mañana siguiente, tras un nuevo e incesante bombardeo sobre las posiciones alemanas, se logró llegar a la orilla de aquel sucio y frío río, no muy lejos los unos de los otros encontramos los cinco cadáveres de nuestros compañeros. Un tiro, un soldado, habían sido borrados de la faz de la tierra por los francotiradores que ocultos en la noche salían para darnos caza. El cabo Robert, de treinta años y vecino de  Liverpool, murió desangrado a unos metros de donde le habían dado, la marca de su cuerpo arrastrándose y, sus congelados dedos sin uñas y completamente ensangrentados, eran la prueba de lo mal que tuvo que pasarlo aquel buen hombre.

El ridículo de los franceses defendiendo su tierra en esta  guerra de mierda, hacía que los pocos que todavía luchaban lo hicieran con la gana de resarcirse y recobrar cierto honor,. Aunque el resto de aliados eran reticentes, siempre se ha dado bien al humano generalizar. Recuerdo a mi capitán decir en infinidad de ocasiones que los franceses solo valían para hacer trincheras. La insistencia de su general, Sr. Juin, en que fuera sus tropas las encargadas, una vez cruzado el río, de tomar la montaña, terminó por ser escuchada y este ordenó un ataque frontal que otros vieron como un suicidio. Aunque al fin y a la postre, sería el suicidio de esos que ni su tierra habían sabido proteger cuando todos les consideraban una potencia militar. Vamos, que si caían pero por lo menos se llevaban a algunos por delante, algo sería algo, y eso, siempre es más que nada.

El general Juin había conseguido reclutar unos miles de hombres entre fugados de la propia Francia y tropas de sus colonias y protectorados en el norte de áfrica. De esta manera, tunecinos, marroquíes y argelinos llegaron a sorprender al resto de aliados bajo la bandera francesa. Estos soldados llegaron a adentrarse siete kilómetros en territorio ocupado dejado tras de sí muchos soldados pasados por bayoneta, es decir, que tomaron posiciones luchandolas cuerpo a cuerpo, a la vieja usanza. Pero aquellos mal nacidos por igual dejaban alemanes muertos que mujeres violadas mientras al resto de su familia les encañonaron para evitar que se movieran. –Todo tiene su precio- escuche decir a algunos de nuestros hombres. Yo no lo creo y muy al contrario, me avergüenzo, yo no estaba en aquella guerra para violar a mujeres indefensas e inocentes a las que se supone íbamos a liberar del yugo fascista. De lo mucho y horroroso que recuerdo de la guerra y en concreto de la toma de Monte Cassino, me atormenta la cara de aquel padre, un simple agricultor que no hizo jamás daño a nadie, cuando impotente vio morir entre sus brazos a su niña de doce años por culpa de la hemorragia que le provocó la violación masiva de aquellos salvajes. Allí, ante la cara desencajada de aquel hombre, me di cuenta que me equivoque de guerra.

1º premio concurso de relatos "Con un arma en la mano" 2015. 


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