No era más que un crío cuando mi padre rozo la fortuna en la lotería de navidad. Nada importante, que permitiera dejar de trabajar, viajar lejos o comprarse un cochazo, pero lo suficiente para tomar aire, tapar ciertos agujeros y pasar unas navidades de miedo.
Aquellos fueron los mejores reyes que recuerdo (los he tenido de todos los colores) la ilusión de mi vida por aquellos entonces era tener una carabina de aire comprimido, algo que quedaba muy lejos de nuestras posibilidades si no llega a ser por ese pellizquito. Aquel "rifle" lo disfrute durante muchos muchos años, máxime viviendo como para entonces lo hacía, en el campo.
Por eso que cuando me pasaron las bases de un concurso cuyo premio eran cuatro de estas carabinas y una pistolita tambien de aire comprimido (de mejor a peor según orden) me decidí a participar. No soy mucho de meterme en concursos, pero los recuerdos que aquello me trajo...¡¡qué coño!! ¿y porque no?
El relato tenía que tener un minimo de 2 páginas y un máximo de 6, en letra arial a 12 y bla bla bla. En la historia tenía que salir algo relacionado con el arma, daba igual futurista, vieja, real, inventada, de guerra, de caza, grande o chiquita... arma y punto.
Me han comunicado que participaron 743 de un total de ocho países, y que soy el 1º premio. :-) la verdad, 1º, 2º, 3º...me da igual, tengo jugueteeee jejejeje
Os dejo el relato que pase por si gustáis en leerlo.
Esa no fue mi
guerra.
El teniente de
ingenieros Mackenzie estaba a no más de quince o veinte metros de mí cuando un proyectil le entró por un lado de
la cabeza y le salió por el cuello, cayó al suelo como una piedra. Aún
corríamos en busca de resguardo cuando pude verle convulsionando boca abajo
sobre aquella helada y hostil tierra. Las posiciones alemanas, mucho más elevadas
que las nuestras, y aquellos campos llenos de minas, nos hacían el blanco
perfecto. Se solicitó fuego de artillería, nadie vio al francotirador, pero
estaba y seguía entre aquellas rocas.
Un cuarto de hora más
tarde, con la montaña supuestamente barrida por las bombas aliadas, volvimos a
buscar minas con el fin de abrir un camino a las tropas. Finalmente, poco antes
de que cayera la noche y tras dos nuevos bombardeos intensivos sobre territorio
enemigo, despejemos una senda que se marco en blanco para que fuera cruzada por
los algunos soldados de manera segura, poco a poco se irá limpiando de minas
más terreno para el paso de los carros.
El comandante Low, uno
de los pocos y valiosos oficiales que nos quedaban vivos, cogió una veintena de
hombres, cargados hasta arriba con los botes neumáticos y con él a la cabeza,
se dispusieron a cruzar el campo de minas. La intención era llegar hasta el río y pese su crecida por el deshielo, cruzarlo y afianzar la posición al otro lado,
pero pese a la luna llena la senda no
eran tan visible en la oscuridad y el comandante piso una amina. Su pierna
derecha quedó tan destrozada que hubo de amputarla mucho más arriba de lo que
venía siendo lo habitual con aquellos artefactos creados precisamente para mal
herir y no matar, ya que los muertos no retrasan tanto la marcha como los
heridos.
Tras la explosión, seis bengalas verdes iluminaron el cielo y tras ellas fuego de ametralladoras y
morteros. Cuatro hombres con su comandante arrastras lograron regresar sobre
sus pasos, otros cinco lograron llegar al río, el resto perecieron en mitad de
aquel terreno plagado de minas. La artillería amiga volvió a barrer aquellas
infernales montañas y poco después se volvió hacer el silencio.
A la mañana siguiente,
tras un nuevo e incesante bombardeo sobre las posiciones alemanas, se logró llegar a la orilla de aquel sucio y frío río, no muy lejos los unos de los otros encontramos los cinco cadáveres de nuestros compañeros. Un tiro, un soldado, habían sido borrados de la faz de la tierra por los francotiradores
que ocultos en la noche salían para darnos caza. El cabo Robert, de treinta
años y vecino de Liverpool, murió
desangrado a unos metros de donde le habían dado, la marca de su cuerpo
arrastrándose y sus congelados dedos, sin uñas y completamente ensangrentados,
eran la prueba de lo que tuvo que pasar aquel buen hombre.
Tras el ridículo de los
franceses defendiendo su tierra en esta infernal guerra, hacía que los pocos que
todavía luchaban, lo hicieran con la gana de resarcirse y recobrar cierto honor, el
resto de aliados eran reticentes. Recuerdo a mi capitán decir en infinidad de
ocasiones que los franceses solo valían para hacer trincheras. La insistencia
de su general, Sr. Juin, en que fuera sus tropas las encargadas, una vez
cruzado el río, de tomar la montaña, terminó por ser escuchada y este ordenó un
ataque frontal que otros vieron como un suicidio.
El general Juin había
conseguido reclutar unos miles de hombres entre fugados de la propia Francia y
tropas de sus colonias y protectorados en el norte de áfrica. De esta manera,
tunecinos, marroquíes y argelinos llegaron a sorprender al resto de aliados
bajo la bandera tricolor francesa. Estos soldados llegaron a adentrarse siete
kilómetros en territorio ocupado dejado tras de sí muchos soldados pasados por
bayoneta, es decir, tomaron posiciones lucrándose cuerpo a cuerpo. Pero al
igual dejaban alemanes muertos que mujeres violadas por toda la tropa mientras
al resto de su familia les encañonaron para evitar que se movieran. –Todo tiene
su precio- escuche decir a algunos de nuestros hombres. Yo no lo creo y muy al
contrario, me avergüenzo, yo no estaba en aquella guerra para violar a mujeres
a las que se supone íbamos a liberar del yugo fascista.
De lo mucho y horroroso
que recuerdo de la guerra y en concreto de la toma de Monte Cassino, me atormenta la
cara de aquel padre, un simple agricultor que no hizo jamás daño a nadie,
cuando impotente vio morir entre sus brazos a su niña de doce años por culpa de
la hemorragia que le provocó la violación masiva de aquellos salvajes energúmenos.
Allí, ante la cara desencajada de aquel hombre, me di cuenta que me equivoque de
guerra.
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