Decidido a pasar unos
amenos minutos con mi sobrino de acompañante y, gracias a los abonos que me han
prestado. Con más de media hora de antelación por aquello de ir tranquilos, nos
presentamos en el campo de fútbol.
¡Qué aventura copón!
Nada más llegar, el vigilante de seguridad que hay pegado al torno para el
control del acceso, le dice al chaval mirándome a mí, que la botella de agua de
litro y medio, ya que el nene bebe cosa mala. No puede pasarla ¡Caramba! Nos
dejaron al sobrino sin poderse hidratar con lo bien que le va para el riñón al chaval.
No quedo todo ahí, la botellita que llevaba yo, una pequeñita
y por esos momentos recalentada cosa mala, no podía entrar con el tapón puesto…
Si, por lo visto con el tapón, deja de ser una botella para convertirse en un
misil tierra aire radio dirigido telepática-mente.
Como era lo único que nos
quedaba para que por lo menos Ismael tuviera algo de donde beber, hice caso y
quite el taponcito mientras con la otra mano, me sacaba los abonos de la
cartera y, mis dientes, gracias al asita de la bolsa, sostenían en una compleja
postura de equilibrista contemporáneo los respectivos bocatas de jamoncito con
tomate vagamente restregado y un par de plátanos. De canarias por supuesto. Ismael tenía bastante con ir despidiéndose de su hermosa botella, como para
cargarle de más responsabilidades.
Con el dichoso tapón
quitado, por fin tiremos para adentro sin darnos cuenta ni yo ni el vigilante
del tornito. Posiblemente por el descaro con que paso todo, que el tapón entro
con migo en la mano con la que lo había desenroscado, y que en ningún momento
camufle, pues no había intencionada maldad en ello.
Buscando el asiento con
todo aquello manga por hombro dado las obras de limpieza de cara que se estaban
haciendo con lo del ascenso, me acerque
a uno de los agentes de la policía nacional. Un joven delgadito, de los que en
mis tiempos habríamos llamado de media hostia como mucho. Allí estaba él, bajo
la sombrita de la visera de su gorrita impoluta, con unas gafas de sol oscuras
de patilla dorada, una barbita diestramente cuidada a tijera, y más cosillas
colgadas alrededor de su cintura, que en un árbol de navidad rococó en casa de
una gitana católica.
-¿Que lleva en la
mano?- me pregunto el agente antes de que yo pudiera consultarle si sabría orientarme, hacia donde podía encontrarse nuestros asientos.
-Como vera, un poco de
todo por aquello de subsistir con el chaval- respondí algo sorprendido pensando
en que tal vez, hasta querría cachearme sabría Dios porque, ya que finin era el
zagalote, pero pinta de homosexual no tenia, por lo menos de homosexual
necesitado. Claro que hoy en día, cualquiera pone la mano en el fuego por
nadie. -¿Aun gustaría a alguien? Qué bien- Pensaba entre una cosa y la otra,
pero la verdad, hubiera preferido que de fijarse, mejor su seria compañera.
Rubita y callada muchacha de prietas carnes, lisa melena y enormes
protuberancias mamarias... pero bueno, es lo que hay, nunca fui hombre de
suerte.
Estirando su mano,
señalo la palma derecha de la mía. -A esto me refiero- ¡¡Coño!! El taponcito dichoso. -¿Sabe que es esto?- asentí, tan corto no me considero. -Esto, según
la ley del deporte, son tres mil euros- insistió él con el cuello todo lo tieso
que podía dar de sí, tal vez, para intentar mirarme de tu a tu, ya que aun así,
me quedaba por debajo unos importantes centímetros.
Que vamos hacerle, soy
así de espontaneo y bocas. -¡¡Joder!! Pues nada, nada, se lo haga llegar a
quien corresponda y ya si eso, me mandan el dinero- respondí con toda mi alma.
-Ahora entiendo tanta recogida solidaria de taponcitos, a esos precios pufff-
seguí con mi repertorio, y es que me lo puso a huevo....
Y HASTA AQUÍ PUEDO LEER.