Julián, también llamado
“el tonto no, lo otro”, no es que
naciera chulo, lo hizo con poco, tirando para nada de cerebro… punto. Ya con
una edad y tras irse a la mierda la empresa para la que trabajaba como
repartidor en una pequeña furgoneta, se apunto a una academia para sacarse el
titulo de vigilante de seguridad, el de escolta y explosivos. Con todos ellos
en un apartadito visible de su cartera de cuero marrón viejo, se puso como un
loco a repartir curriculum ofreciéndose a sí mismo como la re-leche en el
sector de la seguridad, hasta se hizo tarjetas de visita con el emblema de la
policía nacional en las que aparte de su nombre con apellidos y el teléfono, se
presentaba como profesional cualificado en alta seguridad. Pero como la gente
no es del todo idiota, aquellos títulos sin ninguna experiencia eran para las
empresas otro papel entre los cientos que tenían almacenados, para desgracia de
ese infeliz que se pensaba que con aquellos títulos era el único y más divino.
Su insistencia al final
le dio fruto en una de aquellas empresas grandes que cogen los servicios
mediante concurso público y contratan, de ser preciso, a la gente a distancia.
Por aquel detalle de la distancia precisamente, fue contratado, el de no verle
la cara ni escucharle sin duda ayudó a ello, ya que con ese vocecilla fea y
aguda, y ese deje a tontaina fino, hubiera tenido el
tonto no, lo otro, muy difícil pasar una entrevista cuerpo a
cuerpo.
Fue destinado a la
estación de autobuses donde de los ocho vigilantes que allí hacían servicios,
la mayoría con más solera e inteligencia que él, Julián fue el escogido como
jefe de equipo (ninguno de los otros quiso), aquello le dio alas y una cierta y
abstracta grandeza, de ahí que se pavoneara como lo hacía hasta en las
reuniones de vecinos.
Una mañana, a eso del mediodía, el chofer del autocar que salía para Jaén le requirió, dos chavales
de unos quince años pretendían viajar sin pagar. En lugar de invitarlos a bajar
y dejar la estación sin más, se vino arriba al ver que no eran más que dos
mañacos, y en su papel de nasió pá matar,
empezó a ponerse los guantes de cuero y borreguillo que siempre llevaba al
cinto, mientras les miraba fijamente con una sonrisa torcida a la derecha que
le dejaba entrever las muelas. -¿Qué, vamos de listos no?- Lo siguiente que llegó a decir aparte de –hostia, hostia, aung, aung, copón, copón, oich, oich y
joder, joder- fue –ayudame virgencita, ayudame virgencita-
Aquellos chavales, que
habrían bajado del autobús y se habrían marchado sin más, entendieron con la
actitud del vigilante que este les iba a pegar y se adelantaron a él. Al tonto no, lo otro, le llegaron
hostias y patadas por todos los lados y desde todos ángulos. No llego a coger
la baja pero estuvo dándose una pomada anti inflamatoria en una espinilla y el
mentón, dos semanas con todos sus días. La inflamación con derrame del ojo
izquierdo y el chichón de la frente, los llevo con solemnidad y orgullo, como
si de una medalla se tratase. Obviamente, en la reunión familiar con motivo del
cumpleaños de su abuelo, contó que aquello se lo propinaron seis presos comunes
y en extremo violentos fugados de prisión y en busca y captura por las fuerzas
y cuerpos del estado, y que pese a ello, logro retener a tres hasta que llegó la policía para echarle una manita.
Lejos de lo que hace el
gato escaldado, aquel hombre de mediana edad, pelo engominado hacia atrás,
gafas de vista sin montura y vocecilla de teleñeco resfriado… se mojaba una, y
otra, y otra vez más. Y así es como a los pocos días de recuperarse de la tanda
a hostias que le propinaron los dos críos, se llevo otra paliza.
Había levantó sus
sospechas una joven pareja sentada en el banco del fondo del hall, llevaban una
pequeña bolsa de viaje y sus miradas eran nerviosas, según él, inquietas. No
sabía que pretendían, pero algo le decía que bueno no era. Con los pulgares
metidos entre el cinto y el pantalón muy cerquita de la hebilla, y esa sonrisa
sarnosa tan suya, se les plantó a un palmo de las narices, y allí, flexionando constantemente las rodillas sin despegar un pie del suelo, les preguntó dónde iban.
-A ningún lado, estamos
esperando- dijo el varón.
-¿A quién?
La pareja se miró. –No
creemos que eso sea de su incumbencia- añadió el chaval de nuevo.
-Vosotros no tenéis que
creer en nada, ya estoy yo aquí para poner un cerebro si hiciera falta- la
pareja, con las cejas en alto, volvió a mirarse extrañada mientras el vigilante
seguía con los pulgares por el cinto y esa especie de tembleque tonto.
-Vámonos nene- dijo la
muchacha tratando de evitar otro males.
-De aquí no se mueve
nadie hasta que yo lo diga. ¿Estamos?- soltó el tonto no, lo otro,
en un tono lo suficientemente alto para que lo escuchara el jefe de terminal
que en ese momento andaba cerca.
Dos minutos más tarde,
puede que menos, Julián rodaba por el suelo emitiendo varios ay, ay, ay en
forma de pequeños gruñidos. –Si es que eres mú tonto- decía la que vende los
billetes en la taquilla a la vez que le daba una tirita.
-Tú que sabrás lo que
es esto, yo solo hago mi trabajo- respondió muy aireado el vigilante.
-Pues si tu trabajo es
llevarte una samanta leches cada poco, sin duda eres el mejor haciéndolo ¡qué
coño el mejor! El único que trabaja.
Julián miró a la mujer
con desprecio, y ésta, lejos de molestarse, se partió de la risa. –Bueno, iré
pidiendo al encargado más tiritas porque al paso que llevas acabas con el
botiquín tú solito-
-Jefe, aquí soy el
único que curra y encima se ríen de mí- comentó el
tonto no, lo otro a su responsable directo, que cansado de Julián y
sus películas, solo asentía y asentía para terminar haciendo lo de siempre,
nada.
Ese era Julián, todo un
tonto de manual, o como le llamaban en su entorno, el
tonto no, lo otro. ¡Casi nada la joya! Pero no era la única pieza dejada así… como
un poco bastante de lado por esos malvados compañeros que lejos de lo que a él
habría gustado, iban a la suya y no atendían a sus batallitas. Solo como él se
veía otro de aquellos profesionales de la seguridad en aquella misma estación.
El tal Ismael, a este, por no llamarle, no le llamaban nada. Ni tonto, ni
listo, ni espeso, ni limpio. Todos coincidían en algo. Contra más lejos mejor,
este peculiar profesional no destacaba tanto como el otro por su chulería, al
contrario, si podía, se pasaba el día durmiendo en el baño o apoyado a
cualquier pared, era tremenda la facilidad que tenia para ello. Ismael era
friolero en extremo, tanto, que ducharse para él era un suplicio… eso de
desnudarse, aun cuando fuera verano, ufff ufff ufff de punta se le ponían los
pezones con tan solo pensarlo. Hasta cambiarse los calzoncillos le costaba
mogollón por culpa de aquello del frío, o eso por lo menos alegaba él en su
defensa. Había veces que no se quitaba ni el pijama, se limitaba a ponerse el
uniforme encima y así se iba a trabajar. En cualquier caso, semanas y semanas
se tiraba con los mismos trapos, y claro, eso al final termina traspasando hasta
que ni desodorante, ni ambientador, ni esos repasos que se daba con toallitas
húmedas por brazos y sobaco, lograban el milagro deseado y terminaba Ismael oliendo a coño rancio con matices de putrefacción.
Cuando se le pillaba
despierto, con ganas de hablar y no había manera de escapar de él, el hombre
era todo destacar su gran profesionalidad, y no porque hubiera hecho algún tipo
de mérito, o porque hubiera destacado en ello, ¡para nada! Para Ismael ser
bueno en algo es tirarse mucho tiempo haciéndolo, y da igual bien o mal, la
experiencia lo es todo y de eso, aunque durmiendo y en ocasiones borracho
perdido, él llevaba mucho padecido.
Fumaba como un
carretero, sus dientes de un asqueroso amarillo ennegrecido le hacían juego con
la grasa de su pelo, siempre pegado, tieso, chorreoso. –Por
Dios y todos los santos habidos, y por haber, a este, el que huele a muerecito,
me lo ponen de noche a piñón fijo, y a ser posible, me lo sueltan una hora
antes de que la estación habrá puertas por aquello de que se nos vaya
ventilando antes de que llegue el resto de la gente- esas fueron las palabras
del jefe de terminal al responsable de seguridad con respecto a Ismael, ya
saben, al que nadie llamaba nada.
Por todo ello que impactó la noticia. “El Ismael se ha hecho un blanqueamiento anal”… ¿Para qué?
Con lo friolero que era, a quien leches iba a enseñar el ojete, ya podía haber
invertido ese dinero en bloquearse dientes y muelas. La ignorancia atrevida de
la juventud hizo a Ramonet (otro de los vigilantes de servicio en aquella
estación), preguntar a Ismael si lo del blanqueamiento era verdad. –Me cago en
la puta, que asco y qué asco- decía Ramonet con cara de agrio y aspavientos
desmesurados –el muy cabrón me lo ha enseñado poniendo el culo en pompa y
abriéndose las nalgas con las manos. Aún tengo los pelos erizados-
-¡Ya! ¿Y lo tenía
blanco?- pregunto con interés la señora de la limpieza.
-Pos ni idea, entre
tanto pelo retorcido y trozo de papel del culo pegao… ¡uuuuu! Otro escalofrío,
¿ves, ves? los pelos como botellines de Coca Cola.
-Joer que asssssco-
dijeron algunos de los interlocutores, excepto la señora de la limpieza, que
como muy en su propia nube, seguía ella en otras. -¿Y cómo le habrá daó por ahí al hombre para hacerse
eso?-
-Pues según parece ha
ganado un concurso de radio y le han dado a escoger entre hacerse eso o un fin
de semana en un hotelito de la Manga del Mar Menor.
-¡¡Y se ha quedado con
eso!!- exclamó la de la limpieza.
-Es que el premio no
incluía el desplazamiento y lo del agujero del culo le quedaba a dos manzanas.
Llevo vendiendo
periódicos en el kiosco de la estación para cuatro meses, diez o doce más y
estoy seguro que sacó mi primera novela. “Contra los malos y las
inclemencias, el julí y el Inma” que dejaría a los míticos y emblemáticos Starsky
y hutch a la altura del betún.
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