Como el niño que se pierde en la
ciudad estúpida
donde todos se señalan y todos se
culpan.
Tus ojos se han llenado de miedo y
mi carne de la peor pena.
El alma, que se lleva en lo más
hondo
y al morir se evapora con el ansia
del todo y la desidia de la nada,
la he sentido inundar mis ojos
para cuan la catarata
que sin permiso se suicida, llenar
mi vida de recuerdos
y mi ahora de mentira.
Entre mis dedos, abiertos por
el hambre de tenerte
y la paz del último consuelo,
se derraman mil ayeres y todo lo que
en mí es esfuerzo.
¡Llamarme loco!
Pero estoy seguro que al mismo
tiempo,
he sentido hervir la sangre
y helarse al aliento, y
también,
a la muerte hurgar en mi
pecho.
En aquellos ojos tan amables y tan de padre,
por vez primera, me he sentido
minúsculo, impotente y vació.
Me miraste como se mira al
extraño, y yo, repleto de vacilaciones,
me encogí sobre mí mismo en ese
gran suelo que todos pisan,
a la espera de que el mundo me
dijera que decir, que sentir, ¡que cojones!
hacinamos de los dos, uno
allí.
Me niego a perderme en el
recuerdo de alguien a quien tanto quiero,
incluso maldigo, y sin
ningún miedo, a ese tal Dios que nos creo imperfectos.
Y allí sigo, ante tuyo, mirando
cómo me miras. No me resigno, soy egoísta,
prefiero a un extraño en tu cuerpo,
a perderte de mi lado o decir… ya
no vuelvo.
¡Es tanto lo que te quiero!
y tantísimo a lo que me agarro y por
ti sueño.
Que prefiero ser el ser más
deshonesto del mundo
y tenerte conmigo, a ser la persona
que todos amarían
y no tener cerca, más que el
silencio de tu alma
y la tristeza de las horas donde pese
a estar, me faltas.
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