lunes, 2 de julio de 2018

En la mirada que pierde su infinito.









Como el niño que se pierde en la ciudad estúpida 
donde todos se señalan y todos se culpan. 
Tus ojos se han llenado de miedo y mi carne de la peor pena. 
El alma, que se lleva en lo más hondo 
y al morir se evapora con el ansia del todo y la desidia de la nada, 
la he sentido inundar mis ojos para cuan la catarata 
que sin permiso se suicida, llenar mi vida de recuerdos 
y mi ahora de mentira. 

Entre mis dedos, abiertos por el hambre de tenerte
y la paz del último consuelo, 
se derraman mil ayeres y todo lo que en mí es esfuerzo.
¡Llamarme loco!
Pero estoy seguro que al mismo tiempo,
he sentido hervir la sangre 
y helarse al aliento, y también, 
a la muerte hurgar en mi pecho. 

En aquellos ojos tan amables  y tan de padre,
por vez primera, me he sentido minúsculo, impotente y vació.
Me miraste como se mira al extraño, y yo, repleto de vacilaciones,
me encogí sobre mí mismo en ese gran suelo que todos pisan, 
a la espera de que el mundo me dijera que decir, que sentir, ¡que cojones! 
hacinamos de los dos, uno allí. 

Me niego a perderme en el recuerdo de alguien a quien tanto quiero, 
incluso maldigo, y sin ningún miedo, a ese tal Dios que nos creo imperfectos. 
Y allí sigo, ante tuyo, mirando cómo me miras. No me resigno, soy egoísta,
prefiero a un extraño en tu cuerpo, a perderte de mi lado o decir… ya  no vuelvo.

¡Es tanto lo que te quiero! 
y tantísimo a lo que me agarro y por ti sueño.
Que prefiero ser el ser más deshonesto del mundo
y tenerte conmigo, a ser la persona que todos amarían
y no tener cerca, más que el silencio de tu alma
y la tristeza de las horas donde pese a estar, me faltas. 




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