El
teniente de ingenieros Mackenzie estaba a no más de quince o veinte metros de
mí cuando un proyectil le entró por un lado de la cabeza y le
salió por el cuello, cayó al suelo como una piedra. Aún
corríamos en busca de resguardo cuando pude verle convulsionando boca abajo
sobre aquella helada y hostil tierra. Las posiciones alemanas, mucho más
elevadas que las nuestras, y aquellos campos llenos de minas, nos hacían el
blanco perfecto. Se solicitó fuego de artillería, nadie vio
al francotirador, pero estaba y seguía entre aquellas rocas altas.
Un
cuarto de hora más tarde, con la montaña supuestamente barrida por las bombas
aliadas, volvimos a buscar minas con el fin de abrir un camino a las tropas.
Finalmente, poco antes de que cayera la noche y tras dos nuevos bombardeos
intensivos sobre territorio enemigo, despejamos una senda que se marco en
blanco para que fuera cruzada por los algunos soldados de manera segura, poco a
poco se iría limpiando de minas más terreno para el paso de los carros.
El
comandante Low, uno de los pocos y valiosos oficiales que nos quedaban vivos,
cogió una veintena de hombres, cargados hasta arriba con los botes neumáticos y
con él a la cabeza, se dispusieron a cruzar el campo de minas. La intención era
llegar hasta el río y pese su crecida por el deshielo, cruzarlo y
afianzar la posición al otro lado. Pero, pese a la luna llena la senda
marcada de antemano no era tan visible en la oscuridad y el comandante, que se
salió de la línea, piso una mina. Su pierna derecha quedó tan
destrozada que hubo de amputarla mucho más arriba de lo que
venía siendo lo habitual con aquellos artefactos creados precisamente para
mal herir y no matar, ya que los muertos no retrasan tanto la marcha como los
heridos.
Tras la
explosión, seis bengalas verdes iluminaron el cielo y tras ellas
fuego de ametralladoras y morteros. Cuatro hombres con su comandante
arrastras lograron regresar sobre sus pasos, otros cinco lograron llegar
al río, el resto perecieron en mitad de aquel terreno plagado de
minas. La artillería amiga volvió a barrer aquellas infernales montañas y poco
después se volvió hacer el silencio, ese, que en ocasiones daba más miedo que el
infernal ruido de las explosiones.
A la
mañana siguiente, tras un nuevo e incesante bombardeo sobre
las posiciones alemanas, se logró llegar a
la orilla de aquel sucio y frío río, no muy lejos los unos
de los otros encontramos los cinco cadáveres de nuestros
compañeros. Un tiro, un soldado, habían sido borrados de la faz de la
tierra por los francotiradores que ocultos en la noche salían para darnos caza.
El cabo Robert, de treinta años y vecino de Liverpool, murió desangrado a
unos metros de donde le habían dado, la marca de su cuerpo arrastrándose y, sus
congelados dedos sin uñas y completamente ensangrentados, eran la prueba de lo mal
que tuvo que pasarlo aquel buen hombre.
El
ridículo de los franceses defendiendo su tierra en esta guerra de mierda, hacía que los
pocos que todavía luchaban lo hicieran con la gana de resarcirse y
recobrar cierto honor,. Aunque el resto de aliados eran reticentes, siempre se ha
dado bien al humano generalizar. Recuerdo a mi capitán decir en infinidad de
ocasiones que los franceses solo valían para hacer trincheras. La insistencia
de su general, Sr. Juin, en que fuera sus tropas las encargadas, una vez
cruzado el río, de tomar la montaña, terminó por ser escuchada y
este ordenó un ataque frontal que otros vieron como un suicidio. Aunque
al fin y a la postre, sería el suicidio de esos que ni su tierra habían sabido proteger
cuando todos les consideraban una potencia militar. Vamos, que si caían pero por
lo menos se llevaban a algunos por delante, algo sería algo, y eso, siempre es más
que nada.
El
general Juin había conseguido reclutar unos miles de hombres entre fugados de
la propia Francia y tropas de sus colonias y protectorados en el norte de
áfrica. De esta manera, tunecinos, marroquíes y argelinos llegaron a sorprender
al resto de aliados bajo la bandera francesa. Estos soldados llegaron a
adentrarse siete kilómetros en territorio ocupado dejado tras de sí muchos
soldados pasados por bayoneta, es decir, que tomaron posiciones luchandolas cuerpo
a cuerpo, a la vieja usanza. Pero aquellos mal nacidos por igual
dejaban alemanes muertos que mujeres violadas mientras al resto de su
familia les encañonaron para evitar que se movieran. –Todo tiene su
precio- escuche decir a algunos de nuestros hombres. Yo no lo creo y muy
al contrario, me avergüenzo, yo no estaba en aquella guerra para violar a
mujeres indefensas e inocentes a las que se supone íbamos a liberar del yugo
fascista. De lo mucho y horroroso que recuerdo de la
guerra y en concreto de la toma de Monte Cassino, me atormenta la cara de aquel
padre, un simple agricultor que no hizo jamás daño a nadie, cuando impotente
vio morir entre sus brazos a su niña de doce años por culpa de la hemorragia
que le provocó la violación masiva de aquellos salvajes. Allí,
ante la cara desencajada de aquel hombre, me di cuenta que me
equivoque de guerra.
1º premio concurso de relatos "Con un arma en la mano" 2015.
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