martes, 10 de octubre de 2017

A pies de la vieja muralla.




El padre de un amigo de pubertad nos contaba historias que siempre  enganchaban, las narraba en primera persona, pero tanto yo como mi colega estábamos seguros que no eran de él, sino de su padre, vamos, del abuelo de mi amigo. En cualquier caso, nosotros flipamos escuchándolo, de todas ellas, recuerdo muy bien aquella que decía;

Vencidos, en mayo del treinta y nueve los que tuvimos suerte logramos llegar a Francia, allí se nos trato y miro peor que a esos perros, que llenos de miseria deambulaban de una puerta a la siguiente pidiendo clemencia y un cacho de pan duro. Los rojos nos llamaban como si del propio demonio se tratase, hasta el propio Daladier (presidente francés) nos pintaba como delincuentes a los que se debía controlar de cerca, para ello, a muchos se nos afincó en campos de recogimiento que en nada distaban a los de concentración, y allí fue donde junto mis paisanos empecé a sentir que mejor habría sido morir luchando en y por mi tierra. Al fin y al cabo, de qué valía tanta sangre derramada por la libertad, tanto amigo perdido, tanta pena marcada en vena, si ahora, en tierras que no son las nuestras, nos dejábamos atar.

Atrás quedó Sariñena, y con mi pueblo toda la infancia, la mayoría de familia, y esa poquita de esperanza a la que nos aferramos, por lo normal, con los ojos cerrados y sólo si logramos soñar.

Llegue a Francia junto mi hermano Antonio y varios amigos como Manuel, Vicente o Miguel y su hijo Elías, y en aquel desolado campo de “refugiados” para mí de concentración, nos encontramos con otros muchos paisanos de armas e ideas, como José Arcos y el gran Mariano. No recuerdo cuantas fueron las noches que bajo las estrellas maldecimos el germen del fascismo, y sentados los unos frente los otros decidimos que aquello no estaba hecho para nosotros, nuestra paciencia estaba a punto de expirar.

Habíamos escuchado historias, pero hasta aquel día solo habían sido eso, historias. A media mañana llegaron varios coches y un par de camiones, de ellos bajaron varios hombres armados, apenas un par iban debidamente uniformados, los gendarmes abrieron la doble puerta de madera y alambre que daba a los barracones y varios de aquellos hombres entraron decididamente.

Yo, al igual que muchos de mis paisanos, no sabía francés por aquellos entonces, pero no hubo problema, junto el oficial francés iba otro hombre al que conocíamos sobradamente, se trataba de Cristino García, el camarada habíamos escuchado le llamaban, no habíamos luchado juntos, pero si en el mismo lado allá en nuestra España. Lo que decía el francés era inmediatamente traducido por Cristino.

La resistencia francesa no era lo mejor del mundo, su armamento estaba bastante más que limitado comparado con el de las tropas germanas, así como la preparación militar de sus componentes, pero mil veces mejor sería morir con dignidad y luchando, a pudrirse en aquel desierto de alambre y resignación. Habían venido a reclutar fuerza, y fuerza tendrían, levante mi brazo, al igual que mi hermano, mis amigos y cientos de hombres y mujeres que como nosotros, preferían una semana de libertad a una vida de sumisión. Y así es como pasamos a formar parte de la 21º brigada acorazada de la 3º división francesa comandada por Cristino.

A lo largo de los años de batallar, más que amigos o camaradas éramos hermanos, estuvimos en cientos de frentes, padecimos muchísimas bajas y disfrutamos de muy pocas alegrías. Nuestra misión principal era ser una constante molestia, la típica mosca cojonera, aparecíamos y desaparecíamos para hacer a unos perder tiempo a fin lo ganaran  otros, por lo normal, para que estos últimos tuvieran tiempo de retirarse. La guerra se hacía eterna, cuando parecía que cogíamos un poco de aire nos golpeaban tan fuerte, que para poder recuperarse había que haber olvidado primero lo que duele enterrar al compadre.

El catorce de agosto del cuarenta y cuatro, se ordenó a todas las tropas de la resistencia hacer todo lo posible por entorpecer el movimiento de tropas enemigas. Las posiciones alemanas en el sur de Francia se tambaleaban y había movimiento de estas hacia el norte buscando reagruparse. Nuestra posición estaba a poco más de cuarenta kilómetros de Nimes cuando entró la orden, a los pocos días Cristino, recuperándose de las heridas sufridas en el asalto a la prisión de Nimes, recibió  información de que las tropas de la Wehrmacht, la 11º División Panzer compuesta por más novecientos soldados, dos cañones, cinco blindados y sobre setenta camiones, se desplazaban de Toulouse dirección Paris.

Conocíamos la zona, llevábamos años peleándola. La columna alemana tendría que pasar forzosamente por el cruce de Madeleine, muy cerca de Tornac. Allí la estrecha carretera caracolea por un espeso bosque y cruzaba el puente del ferrocarril hasta coger un estrecho algo más recto y despejado donde hay un segundo puente, punto ideal para cazarlos. 

La madrugada del veinticuatro de agosto de ese mismo año, al mando del comandante Gabriel Pérez, un destacamento que poco menos de cuarenta personas (cuatro franceses y el resto españoles) llegamos a la zona. Se colocó dinamita en el puente del ferrocarril y en el de la carretera de Tornac. Por si acaso, varios y pesados troncos de árbol más alguna que otra roca, la cortaban en el primer recodo pasada la recta, lejos de una primera e indiscreta vista, y también por si acaso, el día antes se había hecho evacuar el pueblo entero de Tornac.

Mientras los especialistas colocaban la dinamita, el resto tomábamos posiciones en la zona alta, muy cerca de las ruinas del castillo desde donde se divisaba perfectamente todo el espacio entre los puentes a volar. Cavamos pequeñas trincheras, muchas, comunicadas entre sí, para agachados permitirnos una mínima movilidad sin ser vistos. La tensión era mucha y el silencio espeso, por alguna razón aquella eterna espera me recordó a la última noche antes de la cruenta batalla del Ebro, y crucé los dedos para que no se repitiera el resultado final.

Sobre las tres de la tarde los vigías informaban, un grupo de motocicletas con sidecar y ametralladoras encabezaba la columna alemana. Se nos avisa, –no abrir fuego hasta las voladuras, permanecer en vuestro sitio hasta entonces, a partir de lo cual fuego a discreción, usar las granadas de mano con conocimiento de causa y mucha suerte, si tenemos que morir aquí, que no sea en vano-

Poco después empezamos a cruzar miradas, nunca olvidaré aquel lento sonido a motor que parecía deslizarse entre la pausada e ignorante tranquilidad de la montaña. Me preparé tres granadas de mano en el suelo a mi derecha y me lleve el fusil al hombro, y así me quedé, cuerpo a tierra, los eternos minutos que llevaba de retraso el destacamento alemán sobre ese lento e incesante ruido a motor.

Se dio la orden y cuando a mitad del puente del ferrocarril iban los dos últimos camiones, se volaron los puentes dejando a los alemanes que ni para detrás ni para adelante. El fuego cruzado y el efecto sorpresa creó el suficiente desorden para que los soldados corrieran en desbandada buscando refugio, los motoristas y los de los sidecares no tuvieron tiempo de nada y sobre sus monturas perdieron la vida. Algunas granadas de mano hicieron volar camiones enteros. Pese todo ello, nosotros éramos cuatro y ellos parecían aparecer de la nada, matabas uno y tras él salían seis.

Se entabló un duro combate, empezaron a usar mortero y cuanta artillería pudieron, a nosotros nos quedaba la caza al ojeo e íbamos cambiando de posiciones de manera constante para evitar que nos localizaran con facilidad.

Se reagruparon e hicieron fuertes como buenamente pudieron tratando de ganar tiempo a la espera que la noche se les aliara. Pero la noche es la misma para los unos que para los otros, ellos tratan de romper el cerco son sus tanquetas aprovechando la oscuridad, y ocultos en ese misma noche nuestros dinamiteros se lo impidieron dejando cuatro de las cinco inutilizadas. Ya de madrugada, los oficiales alemanes piden un alto el fuego y se avienen a parlamentar. Los alemanes proponen que se les deje marchar y prometen no tomar represalias, el bando hispano/francés, la rendición incondicional. No hay acuerdo por parte de los orgullosos soldados germanos y continúan los ataques, hasta en tres ocasiones trataron de romper el cerco, en la última casi lo logran.

Lo recuerdo con claridad, estaba bien entrada la tarde cuando dio comienzo, varios disparos de cañón y mortero hacia nuestra posición y sus soldados empezaron a avanzar cubiertos por la artillería. Tenía en el punto de mira de mí K 46 a uno de aquellos alemanes que colina arriba pretendían acabar con nosotros, pude ver su cara, no era más que un crío, un crío dispuesto a matarme, iba a apretar el gatillo cuando uno de  sus dos cañones y los soldados que lo manejaban volaron por el aire, lo vi por el rabillo del ojo. Con la tensión y el cruce de fuego pensé que alguno de mis compañeros habría alcanzado con una granada de mano la munición que usaban, pero no fue así. Como caídos del cielo (nunca mejor dicho) varios aviones ingleses DH 98 “mosquitos” procedentes de un portaaviones fondeado en el Mediterráneo tras el desembarco aliado, llegaron a tiempo, y volando raso, escupieron fuego por sus ametralladoras y dejaron caer algunas bombas. A su paso, muerte y  gemidos de dolor de los muchos heridos que bajo ellos quedaron tendidos por todas partes, algunos tan mutilados, que pedían a gritos por el favor de ser sacrificados.

Junto a mi estaba Joaquín, le habían herido en un hombro, pese el dolor y la aparatosidad de la sangre no era grave y seguía disparando a cuanto se movía allí abajo. –Estos hijos de puta no se nos escapan- decía insistentemente, y es que una vez que se vence al miedo la euforia nos hace invencibles.

Los alemanes retrocedieron y volvieron a reagruparse, se les dejó atender a sus heridos, muchos de los cuales murieron al poco e incluso sin tiempo de ser vistos por los sanitarios. Me impresionó ver a un pobre chaval sin sus piernas arrastrarse varios metros bajo un río de sangre con la única ayuda de sus brazos, cuando llegaron los sanitarios a su lado ya había fallecido. Lo tremendo de aquello, es que no podíamos permitirnos tener pena, eran ellos o nosotros, pese a todo, muchas son las noches que al cerrar los ojos aún veo aquel joven arrastrarse por mitad de una zigzagueante carretera.

Poco menos de las ocho de la tarde eran cuando los alemanes, por medio de su comandante K.A. Nietzsche Martin, capitulan. Cuando dicho oficial se dio cuenta que había rendido toda una columna a un puñado de desaliñados y malolientes guerrilleros, se quitó la vida en medio de aquella misma carretera donde hoy, una placa conmemora la lucha. Ninguno de sus hombres hizo o dijo nada, todos estábamos cansados de aquella guerra.

Terminada aquella locura y mandando en España quien mandaba, muchos fuimos los que esperamos al final de nuestra vida en tierras vecinas, sabiendo de la familia, con suerte, por carta.

Pero tan duro resultó eso, como la rapidez con la que los propios franceses se olvidaron de nuestra labor para con su patria. Los verdaderos héroes de la resistencia francesa fueron casi siempre españoles, pero solo con la boquita más pequeña, y de muy, muy en cuando, alguien lo recuerda. Lo que para mí personalmente es una falta de respeto, y no por mí, sino por aquellos amigos como Santiago, David, Esteban, María José, Mercedes, Germán, Asunción, y tantísimos otros, que luchando por lo que hoy es Francia, se dejaron la vida y nadie recuerda en qué monte o colina siguen sin ser llorados sus huesos.

Por ellos, por todos y cada uno, considero una falta de respeto el olvido. ¡Que menos! cuando ni un entierro digno, ni un rincón donde las familias puedan llorarlos, que una mínima memoria hacia quienes murieron por la libertad, aún cuando para la historia de hoy, solo fueran un momento, un disparo, un lejano lamento o el más vulgar quejido.  



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