El padre de un amigo de pubertad nos contaba historias que siempre enganchaban, las narraba en primera persona,
pero tanto yo como mi colega estábamos seguros que no eran de él, sino de su
padre, vamos, del abuelo de mi amigo. En cualquier caso, nosotros flipamos escuchándolo, de todas ellas, recuerdo muy bien aquella que decía;
Vencidos, en mayo del treinta y nueve los que tuvimos suerte logramos
llegar a Francia, allí se nos trato y miro peor que a esos perros, que llenos
de miseria deambulaban de una puerta a la siguiente pidiendo clemencia y un
cacho de pan duro. Los rojos nos llamaban como si del propio
demonio se tratase, hasta el propio Daladier (presidente francés) nos pintaba
como delincuentes a los que se debía controlar de cerca, para ello, a muchos se
nos afincó en campos de recogimiento que en nada distaban a los
de concentración, y allí fue donde junto mis paisanos empecé a sentir que mejor
habría sido morir luchando en y por mi tierra. Al fin y al cabo, de qué valía
tanta sangre derramada por la libertad, tanto amigo perdido, tanta pena marcada
en vena, si ahora, en tierras que no son las nuestras, nos dejábamos atar.
Atrás quedó Sariñena, y con mi pueblo toda la infancia, la
mayoría de familia, y esa poquita de esperanza a la que
nos aferramos, por lo normal, con los ojos cerrados
y sólo si logramos soñar.
Llegue a Francia junto mi hermano Antonio y varios amigos como Manuel,
Vicente o Miguel y su hijo Elías, y en aquel desolado campo de
“refugiados” para mí de concentración, nos encontramos con otros muchos
paisanos de armas e ideas, como José Arcos y el gran Mariano. No recuerdo
cuantas fueron las noches que bajo las estrellas maldecimos el germen del
fascismo, y sentados los unos frente los otros decidimos que aquello no estaba
hecho para nosotros, nuestra paciencia estaba a punto de expirar.
Habíamos escuchado historias, pero hasta aquel día solo habían sido eso,
historias. A media mañana llegaron varios coches y un par de camiones, de ellos
bajaron varios hombres armados, apenas un par iban debidamente uniformados, los
gendarmes abrieron la doble puerta de madera y alambre que daba a los
barracones y varios de aquellos hombres entraron decididamente.
Yo, al igual que muchos de mis paisanos, no sabía francés por aquellos
entonces, pero no hubo problema, junto el oficial francés iba otro hombre al
que conocíamos sobradamente, se trataba de Cristino García, el camarada
habíamos escuchado le llamaban, no habíamos luchado juntos, pero si en el mismo
lado allá en nuestra España. Lo que decía el francés era inmediatamente
traducido por Cristino.
La resistencia francesa no era lo mejor del mundo, su armamento estaba
bastante más que limitado comparado con el de las tropas germanas, así como la
preparación militar de sus componentes, pero mil veces mejor sería morir con
dignidad y luchando, a pudrirse en aquel desierto de alambre y resignación.
Habían venido a reclutar fuerza, y fuerza tendrían, levante mi brazo, al igual
que mi hermano, mis amigos y cientos de hombres y mujeres que como nosotros,
preferían una semana de libertad a una vida de sumisión. Y así es como pasamos
a formar parte de la 21º brigada acorazada de la 3º división francesa comandada
por Cristino.
A lo largo de los años de batallar, más que amigos o camaradas éramos
hermanos, estuvimos en cientos de frentes, padecimos muchísimas bajas y
disfrutamos de muy pocas alegrías. Nuestra misión principal era ser una
constante molestia, la típica mosca cojonera, aparecíamos y desaparecíamos para
hacer a unos perder tiempo a fin lo ganaran otros, por lo normal,
para que estos últimos tuvieran tiempo de retirarse. La guerra se hacía eterna,
cuando parecía que cogíamos un poco de aire nos golpeaban tan fuerte, que para
poder recuperarse había que haber olvidado primero lo que duele enterrar al
compadre.
El catorce de agosto del cuarenta y cuatro, se ordenó a todas las
tropas de la resistencia hacer todo lo posible por entorpecer el movimiento
de tropas enemigas. Las posiciones alemanas en el sur de Francia
se tambaleaban y había movimiento de estas hacia el norte
buscando reagruparse. Nuestra posición estaba a poco más de cuarenta kilómetros
de Nimes cuando entró la orden, a los pocos días Cristino,
recuperándose de las heridas sufridas en el asalto a la prisión de Nimes,
recibió información de que las tropas de la Wehrmacht, la 11º
División Panzer compuesta por más novecientos soldados, dos cañones, cinco
blindados y sobre setenta camiones, se desplazaban de Toulouse dirección Paris.
Conocíamos la zona, llevábamos años peleándola. La columna alemana tendría
que pasar forzosamente por el cruce de Madeleine, muy cerca de Tornac. Allí la
estrecha carretera caracolea por un espeso bosque y cruzaba el puente del
ferrocarril hasta coger un estrecho algo más recto y despejado donde hay un
segundo puente, punto ideal para cazarlos.
La madrugada del veinticuatro de agosto de ese mismo año, al mando del
comandante Gabriel Pérez, un destacamento que poco menos de cuarenta personas
(cuatro franceses y el resto españoles) llegamos a la zona.
Se colocó dinamita en el puente del ferrocarril y en el de la
carretera de Tornac. Por si acaso, varios y pesados troncos de árbol más alguna
que otra roca, la cortaban en el primer recodo pasada la recta, lejos de una
primera e indiscreta vista, y también por si acaso, el día antes se había hecho
evacuar el pueblo entero de Tornac.
Mientras los especialistas colocaban la dinamita, el
resto tomábamos posiciones en la zona alta, muy cerca de las
ruinas del castillo desde donde se divisaba perfectamente todo el espacio entre
los puentes a volar. Cavamos pequeñas trincheras, muchas,
comunicadas entre sí, para agachados permitirnos una mínima movilidad sin ser
vistos. La tensión era mucha y el silencio espeso, por alguna razón aquella
eterna espera me recordó a la última noche antes de la cruenta batalla del
Ebro, y crucé los dedos para que no se repitiera el resultado final.
Sobre las tres de la tarde los vigías informaban, un grupo de motocicletas
con sidecar y ametralladoras encabezaba la columna alemana. Se nos avisa, –no
abrir fuego hasta las voladuras, permanecer en vuestro sitio hasta entonces, a
partir de lo cual fuego a discreción, usar las granadas de mano con
conocimiento de causa y mucha suerte, si tenemos que morir aquí, que no sea en
vano-
Poco después empezamos a cruzar miradas,
nunca olvidaré aquel lento sonido a motor que parecía deslizarse
entre la pausada e ignorante tranquilidad de la montaña. Me preparé tres
granadas de mano en el suelo a mi derecha y me lleve el fusil al hombro, y
así me quedé, cuerpo a tierra, los eternos minutos que llevaba
de retraso el destacamento alemán sobre ese lento e incesante ruido a
motor.
Se dio la orden y cuando a mitad del puente del ferrocarril iban los dos
últimos camiones, se volaron los puentes dejando a los alemanes que ni para
detrás ni para adelante. El fuego cruzado y el efecto
sorpresa creó el suficiente desorden para que los soldados corrieran
en desbandada buscando refugio, los motoristas y los de los sidecares no
tuvieron tiempo de nada y sobre sus monturas perdieron la vida. Algunas
granadas de mano hicieron volar camiones enteros. Pese todo ello, nosotros
éramos cuatro y ellos parecían aparecer de la nada, matabas uno y
tras él salían seis.
Se entabló un duro combate, empezaron a usar mortero y cuanta
artillería pudieron, a nosotros nos quedaba la caza al ojeo e íbamos
cambiando de posiciones de manera constante para evitar que nos localizaran con
facilidad.
Se reagruparon e hicieron fuertes como buenamente pudieron tratando de
ganar tiempo a la espera que la noche se les aliara. Pero la noche es la misma
para los unos que para los otros, ellos tratan de romper el cerco son sus
tanquetas aprovechando la oscuridad, y ocultos en ese misma noche nuestros
dinamiteros se lo impidieron dejando cuatro de las cinco inutilizadas. Ya de
madrugada, los oficiales alemanes piden un alto el fuego y se avienen a
parlamentar. Los alemanes proponen que se les deje marchar y prometen no
tomar represalias, el bando hispano/francés, la rendición
incondicional. No hay acuerdo por parte de los orgullosos soldados germanos y
continúan los ataques, hasta en tres ocasiones trataron de romper el cerco, en
la última casi lo logran.
Lo recuerdo con claridad, estaba bien entrada la tarde cuando dio comienzo,
varios disparos de cañón y mortero hacia nuestra posición y sus soldados
empezaron a avanzar cubiertos por la artillería. Tenía en el punto de mira de
mí K 46 a uno de aquellos alemanes que colina arriba pretendían acabar con
nosotros, pude ver su cara, no era más que un crío,
un crío dispuesto a matarme, iba a apretar el gatillo
cuando uno de sus dos cañones y los soldados que lo manejaban volaron
por el aire, lo vi por el rabillo del ojo. Con la tensión y el cruce de fuego
pensé que alguno de mis compañeros habría alcanzado con una granada de mano la
munición que usaban, pero no fue así. Como caídos del cielo (nunca mejor dicho)
varios aviones ingleses DH 98 “mosquitos” procedentes de un
portaaviones fondeado en el Mediterráneo tras el desembarco aliado, llegaron a
tiempo, y volando raso, escupieron fuego por sus ametralladoras y dejaron caer
algunas bombas. A su paso, muerte y gemidos de dolor de los muchos
heridos que bajo ellos quedaron tendidos por todas partes, algunos tan
mutilados, que pedían a gritos por el favor de ser sacrificados.
Junto a mi estaba Joaquín, le habían herido en un hombro, pese el dolor y
la aparatosidad de la sangre no era grave y seguía disparando a cuanto se movía
allí abajo. –Estos hijos de puta no se nos escapan- decía insistentemente, y es
que una vez que se vence al miedo la euforia nos hace invencibles.
Los alemanes retrocedieron y volvieron a reagruparse, se
les dejó atender a sus heridos, muchos de los cuales murieron al
poco e incluso sin tiempo de ser vistos por los sanitarios.
Me impresionó ver a un pobre chaval sin sus piernas
arrastrarse varios metros bajo un río de sangre con la única
ayuda de sus brazos, cuando llegaron los sanitarios a su lado ya había
fallecido. Lo tremendo de aquello, es que no podíamos permitirnos tener pena,
eran ellos o nosotros, pese a todo, muchas son las noches que al cerrar los
ojos aún veo aquel joven arrastrarse por mitad de una zigzagueante carretera.
Poco menos de las ocho de la tarde eran cuando los alemanes, por medio de
su comandante K.A. Nietzsche Martin, capitulan. Cuando dicho oficial se dio
cuenta que había rendido toda una columna a un puñado de desaliñados
y malolientes guerrilleros, se quitó la vida en medio
de aquella misma carretera donde hoy, una placa conmemora la lucha.
Ninguno de sus hombres hizo o dijo nada, todos estábamos cansados de aquella
guerra.
Terminada aquella locura y mandando en España quien mandaba, muchos fuimos
los que esperamos al final de nuestra vida en tierras vecinas, sabiendo de la
familia, con suerte, por carta.
Pero tan duro resultó eso, como la rapidez con la que los propios
franceses se olvidaron de nuestra labor para con su patria. Los verdaderos
héroes de la resistencia francesa fueron casi siempre españoles, pero solo con
la boquita más pequeña, y de muy, muy en cuando, alguien lo recuerda. Lo que
para mí personalmente es una falta de respeto, y no por mí, sino por aquellos
amigos como Santiago, David, Esteban, María José, Mercedes, Germán, Asunción, y
tantísimos otros, que luchando por lo que hoy es Francia, se dejaron la vida y
nadie recuerda en qué monte o colina siguen sin ser llorados sus
huesos.
Por ellos, por todos y cada uno, considero una falta de respeto el olvido.
¡Que menos! cuando ni un entierro digno, ni un rincón donde las familias puedan
llorarlos, que una mínima memoria hacia quienes murieron por la libertad, aún
cuando para la historia de hoy, solo fueran un momento, un disparo, un lejano
lamento o el más vulgar quejido.
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